Ni en la impune complicidad del anonimato exterior, ni en la frágil intimidad de la clandestinidad interior, ni adentro ni afuera del ornamento de la interfaz se encuentra la naturaleza de quien usa lleva una máscara. La existencia de su portador queda interrumpida en el tiempo de su uso, en esa membrana que más que un punto de encuentro entre dos mundos, es una frontera de desencuentro entre el deber ser y el poder ser. La máscara es, en simultánea,  tierra de todos y de nadie. Pero además, dado que la existencia de la máscara se encuentra supeditada al portador y en consecuencia está condicionada a su uso, es la que la diferencia del simple ornamento colgado en la pared. Requiere de otro que la use o no la use. No es su forma la que la constituye como material sino la potencia de su acción.

Como cualquier interfaz, la máscara es una extensión artificial de nuestra propia imposibilidad. Es una prótesis ya no de las limitaciones del cuerpo, sino de un alma que en su intento de ocultamiento amplifica a través de su adorno aquellas minucias que escapan del ser a través de las fisuras del carácter, y que, en ausencia de identidad, disuelve en la presencia del cualquiera aquellos rasgos propios del ser que en condiciones normales serían no visibles. Bien sea en la ilegalidad, en la rienda suelta a las fantasías reprimidas, en forma de seudónimo en las redes sociales o como suspenso del entretenimiento; su uso de fondo no busca esconder la naturaleza de quien la use, sino que por el contrario permite evidenciar la verdadera personalidad de quien, bajo semblanzas, termina presa de su propio engaño y desvela lo extravagante de su interior.

Y en esas contradicciones que conllevan lo ornamental de la forma y lo grotesco del contenido; entre la asepsia del aspecto y la inmundicia de la certeza; del esconderse en las afueras para mostrarse al interior, es que radica su encanto, el del deseo en potencia, porque la máscara es el catalizador del deseo de la carne que tiene el alma en tiempos de ayuno. De ahí que su uso más frecuente se encuentre en épocas de Carnaval, en la encarnación de lo espiritual  y mágico del  ritual chamánico; en la promesa del  cuerpo encarnado de un faraón que se apresta al ayuno eterno de la muerte; de la abstinencia de la carne en la orgía de la muerte chiquita, en el augurio de la belleza, en todas y cada una de las manifestaciones del poder que no se resuelve, en las formas del desplazamiento que trascienden la constitución y solo se hacen presentes en la acción, en los actos que de postura en la gana, o en la actitud de no ponérsela cuando es una obligación pandémica, ahí es donde existe como génesis del carácter, del espíritu.

En esos tiempos en que el ser se encuentra encerrado, en donde las cosas no obedecen a la apariencia, surge la pregunta del carnaval: ¿Cuál es el cuerpo que debe dar forma al deseo? ¿Cuál es la necesidad de la máscara en un mundo en el que ya no es solo protección de las pulsiones internas sino una forma de preservación de la supuesta imperiosidad de la contaminación del uno en el mundo y no ya, cómo antes, de infectar el mundo del uno que nunca se encuentra?

La muerte siempre ha tenido máscara para poder moverse libremente entre nosotros sin que la reconozcamos. Paradójicamente ahora cuando nos ponemos la máscara no es para escondernos sino para hacerla una más del montón, creyendo que ya no es ella sino uno de nosotros.



* Juan Camacho es un tipo aburrido, cuadriculado, ingenio, sin humor y sarcástico. Es todo...