Me alegró recibir una cordial invitación para escribir en relación con la máscara. En particular, me alegra estas invitaciones cuando estoy buscando un nuevo estilo para escribir. Un estilo despernancado, por decirlo de alguna manera. Ya no tengo la intención de escribir tratados, sino manuales. Manuales como aquellos que advierten desconectar, “jalar el enchufe”, antes de intentar de sacar la tajada de pan que se ha quedado atorada en la tostadora con un tenedor. Despernancado es una buena palabra. Tan rica y rara como defenestrado. Despernancado como el tío que se sube al árbol de guayabo y se cae y rueda colina abajo, yace boca arriba sin rotura de huesos pero aporreado, mentando madres con las guayabas aun apretadas en el puño.

Si el estilo pretende ser despernancado, el tema entonces debe ser des-enmascarado. Ya bien sabemos ese historia cultural apasionante de las máscaras esencia de los carnavales que comienzan antes de la cuaresma, y que nacen de una mezcla de ritos paganos, costumbres medievales, intereses barrocos, la necesidad de burlarse de la política por parte de la burguesía del siglo XIX, y las oficinas de marketing y turismo actuales, la plaga de nuestros días. Las máscaras aparecen y desaparecen en la historia del carnaval, algunas surgen apropiadas de los requisitos del teatro, como lo son las del carnaval de Venecia, que terminan hoy en día compradas por la horda de turistas chinos que visitan la ciudad. O, son apropiaciones como las del carnaval de Basilea, creadas por la comunidad de artistas que vivían en la ciudad. En fin, lo más interesante es que la máscara de carnaval la vinculamos con la posibilidad de esconder el rostro con lo que desaparecen las clases sociales, las afiliaciones religiosas y políticas, dando paso a un estado orgiástico de alcohol y de carne que fungen como laxante social. Yo siempre creí que esa interpretación era cierta, hasta cuando por casualidad revisé el crecimiento demográfico de algunas ciudades donde el carnaval se celebra, por bien decirlo, “a toda mecha”, para descubrir que por el contrario, la mayoría de conciudadanos no son concebidos durante los carnavales. Y la verdad es que, con la cantidad de alcohólicos que habitan en las ciudades europeas, tampoco el carnaval ofrece una ocasión especial. Algunos acusan que el frio en la calle no es buen coayudante para el proceso de la concepción de una nueva vida (los hombres saben bien eso), mientras que otros apuntan que la ingesta de alcohol tampoco es buen compañero de eros. Sin importar las razones, parece que la máscara libidinosa tan sólo se quedó en la cabeza de Stanley Kubrick cuando recreó la escena de un club swinger con aroma a ser escenario rococó.

Pareciese que la relación esencial con la máscara hubiese sido asaltada por la lógica del neocapitalismo volviéndola insulsa. La capitalización de la noción del individuo y de su cuerpo han permitido desmitificar los momentos vitales donde la máscara era acervo para la participación: lo prohibido (líbido, critica social y política), pero además lo pervertido son ahora territorios digitalizados, inclusive si existen en el mundo real, accesibles por un algoritmo que no representa un rostro, ni tampoco un rostro enmascarado, sino un sujeto. He allí que la máscara de “anonymous” sea una triste reducción de ella, convertida en un “prop” que ayuda a la escenificación de un mensaje que nunca se cumple.


. Los carnavales se celebran en los  meses que solían ser los más feos del año hasta que el cambio climático los ha convertido en aún más feos. Sin nieve, con lluvia, con vientos huracanados.



* Jorge Sanguino Filosofó e historiador de arte ex Colombiano (tuvo que entregar su ciudadania para acceder a la Alemana). Cofundador de wildpalms. Vive y trabaja en Dusseldorf, Alemania.