Máscara de Esqueleto

Somos hijas de una tela de cortina que se quedó en el closet de décadas pasadas. Ya era demasiado chillona y parece que no se veía bien en la ventana. Ahora todas las cortinas son blancas y somos hijas de tres capas de tela insulada antifluídos. Somos las del cajón de abajo, hijas del turismo veneciano con las plumas apelmazadas. Un día los hacemos reír, gritar, después reír del miedo, los asustamos y al otro día la voz les cambia; se dejan de hablar. Nacemos del fluido antisolar que nos pare haciéndose bola y de nuevo superficie sobre una piel. Somos flores y protección de un lado con olor a plástico del otro. Pajaritos estampados y mal aliento con CO2. Damos constancia de que ellos nunca se han querido juntar tanto. Nos piden de a tres millones con un certificado sanitario del gobierno. Somos hijas de la máscara de esqueleto, de la primera que se dibujó y después tatuó sus huesos en la piel, del retrovómito de sus entrañas puestas a secar al sol. Hijas, no del señor que le habló a una calavera, sino de la mano que la agarró. Estamos en la cara congelada de los que agonizan del estrés, en las mujeres con morados en el ojo, la sien y la costilla. Hij­as del aire radioactivo que sigue bailando desde 1986 y de los niños disfrazados con una sábana blanca con huecos para ver. Nadie más que nosotras los ha hecho fundirse tanto en ese tres que no soy yo ni eres tú, sino que es el 4, el 5, el 6 el 7 y el 8.

Dice Éricka Flórez en su libro Hegelian Dancers, que bailar con los ritmos no occidentales, particularmente los de raíces afro, puede detonar cambios en la percepción del mundo, cambios ontológicos, cambios en la performancia de género y cambios en la estructura binaria entre la que nos deslizamos todos los días. Para ella, el tres es la clave, pues es el ritmo terciario el que puede involucrar al tú y al yo en la creación de un “otro” entre movimiento y movimiento.

Puede ser ilegítimo de mi parte pensar sobre baile, pues lo único que bailo es reggaetón sola porque no hay nada que odie más que la sensación de un pene desconocido frotándome la cola. Bailo sola así esté mi novio en la fiesta y en teoría, entonces, soy incapaz de construir ese tres que no es tú ni soy yo: el tres del más allá, del más allá del bien y del mal. Pero ahora me imagino a dos personas bailándose con máscaras y siento que, más que crear lo terciario en la alteridad, están sumergidos en una ecuación de desdoblamiento. Cada una desdobla su cara, se pone doble capa, se doble tapa y se convierten por voluntad propia en lasañas de sí mismos.

El número tres viene acompañándome para pensar durante unos años y por eso me atrae ilegítimamente el baile apretao explicado en un libro. Y en la imagen de las bailarinas enmascaradas, creo ver el tres no en cómo ese accesorio afecta su baile, sino más bien en la ecuación de desdoblamiento de la que hablé antes. Las bailarinas tienen máscaras de esqueleto y vomitaron su carne y hueso para colgárselos de la nariz. Tres capas: hueso, piel, hueso. Y en esa imagen baila el acto humilde o más bien humbling, pero asqueroso de querer sacarse las entrañas, mostrarlas, hacerlas bailar, sacarlas al sol. Después guardarlas. La palabra entraña a la vez me hace pensar en la viscosidad de los aliens recién salidos de un cuerpo humano que usaron como incubadora. Y también pienso en los médiums de principio de siglo pasado que vomitaban fantasmas. Y en ese vómito vaporoso estaba el otro, el que ya no está acá sino en el más allá, en el tres, el 4, el 5, el 6, el 7 y el 8.

Y entonces somos hijas de babas de alien, de fantasma vomitado, aparecimos en la intersección entre piel y hueso. En la membrana imposible que no deja que mi hueso toque tu hueso en vida. Y nacimos también de los pactos de sangre entre amantes o criminales, estamos cuando se cortan la mano y sin llorar del dolor se juntan las sangres. Ahí estamos.

* Inés Arango es curadora en casa en Colombia