Noches de carnaval

Encontré esas pastillas en el cajón de un muerto. Allá en una casa en la mitad de los Llanos Orientales, rodeada de arbustos secos y vacas. Abrí el cajón de madera solo por el placer de descubrir algo nuevo, tal vez una libreta con apuntes del señor que había vivido sus últimos días en esa habitación, tal vez una herramienta oxidada o un cuchillo con una inscripción hermosa que me ayudara a entender, un mensaje. Pero lo que vi fue las dos cajas casi nuevas de pastillas. Leí con cuidado sus componentes y cómo era mi costumbre por esos tiempos, busqué en Google las definiciones de esos nombres extraños que siempre me han atraído tanto; en ellas encontré las palabras que estaba buscando: peligro, sórdido, oscuridad. Me tomé dos sin pensarlo dos veces con un poco de Coca-cola sin gas y tibia que me había sobrado del viaje de varias horas por carretera. Recuerdo esa oleada de tibieza que empezó a llenar cada partícula de mi cuerpo, recuerdo la sequedad en mi boca y la tranquilidad con la que pude salir del cuarto y hablar con mis compañeros de trabajo. Recuerdo el atardecer y luego las estrellas zumbando como luciérnagas a milímetros de mis oídos. Ese maldito dolor que llevaba un año sintiendo en la pierna se fue sin siquiera pedírselo, sin sufrimiento, sin ruegos ni oraciones, puuum, ya no estaba, me acaricié la nalga derecha con ternura mientras me sentaba en una hamaca y el viento me movía el pelo. Era un viento fuerte y caliente que era la premonición de que mi espíritu, o lo poco que quedaba de él, se iba a ir muy lejos a un lugar donde iba a ser muy difícil siquiera reconocerlo para traerlo de vuelta.  Si hubiera sabido aunque sea un poquito de mí en ese momento, me habría dado cuenta de que un regalo así de un muerto no se recibe, pero como nunca tuve mucha energía para decir no a nada lo recibí con los brazos abiertos, también mi corazón, mi ano, mi espalda, las delicadas conexiones de mi cerebro, todo se abrió de par en par como en una película de Cronemberg, un hueco de carne rodeado de fluidos y sonidos místicos. Mi lengua vibró y se arrastró por todo el llano inmenso y después de recorrer millones y millones de kilómetros aterrizó de nuevo en el regalito qué el señor me había dejado en su mesita de noche que lo vio morir. Me tomé otras dos pastillas esta vez con agua con limón. El mundo se derritió de nuevo y con él la vaguedad de la certeza, las tonterías de los seres que lo habitan, se fue el miedo y la locura, vino la paz contenida en una cajita llena de letras pequeñitas que me parecían hermosas, eran oraciones inconexas, llenas de puntos y comas, con una tipografía limpia como la de una biblia en miniatura que pululaba las verdades y mentiras del tiempo. Cuando volví a la ciudad, las pocas pastillas que me quedaban estaban en el bolsillo de mi pantalón, de ahí no se irían por cinco años. Las tomaba en la mañana, antes de desayunar, las tomaba luego de desayunar, las tomaba cada que mi mano las tocaba en el bolsillo o las veía en mi maleta, o en la mesa de noche. En el baño las tomaba para bañarme, en el trabajo para trabajar, en las fiestas para no bailar. Me volví un experto en los menesteres de tragar pastillas sin agua, me llenaba la boca de saliva y con un movimiento fugaz me las metía en la boca sin que nadie, por más cerca que estuviera, se diera cuenta. Me burlaba de esa gente para mis adentros, qué incautos son, pensaba, no podrían darse cuenta de nada en este mundo, ni siquiera podrían saber cuando es el día y cuando la noche, sin embargo, les tenía mucho miedo, siempre les tuve miedo. Lo bueno es que ahora tenía mis amadas cápsulas llenas de millones y millones de máscaras, por las noches, muy tarde, cerraba los ojos y podía oír las transmisiones mentales de casi todo mi barrio, escuchaba conversaciones de amor, podía sentir sus voces claramente, también escuchaba groseras e irreverentes diatribas de odio, emancipaciones políticas; un día vi también al demonio que hizo que mi cuarto vibrara y se llenara de una luz cobriza, tuve que pararme y tomar un poquito de agua con bicarbonato de sodio y limón, el demonio se había instalado en mi estómago, se metió por medio de una transmisión radial lejana, llegó hasta mis oídos y de ahí a mi garganta, pasó por el colon y de ahí al estómago, meses después salió en forma de un bollo negro y duro, tan duro que casi me desgarra el culo. Tuve que ir a la clínica en un pueblo miserable y caliente para que me lo sacaran, me pusieron un suero y me dieron un calmante, cuando me desperté mi brazo estaba lleno de sangre, en medio de mis sueños me había arrancado el catéter. Cinco pastillas más de un poderoso laxante hicieron que el diablo abandonara mi cuerpo por fin, volví de nuevo a la ciudad y me acurruqué en mi cama por tres días, las máscaras me sujetaban y ya empezaban a echar raíces verdaderas, se empezaron a convertir en armaduras bio-psico-hipnóticas, hechas de tejido neuronal. Sentía como se garraban de mi piel y cada vez quitármelas era un trabajo que implicaba más y más tiempo. Pasaba horas en la ducha a ver si se ablandaban, pero ya tenían la apariencia dura de insectos, de cucarrones, como los que metíamos mi hermano y yo por montones en bolsas de plástico cuando éramos niños y que luego tocábamos para sentir sus vibraciones. Intenté todo, fui donde médicos y brujos, fui a terapias de respiración donde fingí nacer de nuevo, hice yoga, salía en bicicleta a las tres de la mañana y tomaba café con taxistas despelucados que hablaban mal del gobierno, fumaba como un loco, uno tras otro, mientras veía programas sobre crímenes en la pantalla del computador. A nadie le dije de las máscaras ni las armaduras, tenía miedo de que supieran que siempre había sido todo un engaño, como cuando dije “te quiero” o cuando me brillaron los ojos al ver tu pelo negro mojado, o como cuando caminamos tanto diciendo cosas bonitas en esta ciudad gris sin carnaval. Pero a todo marrano le llega su noche buena, y un día simplemente ya no pude levantarme, debajo de la almohada había metido una flor blanca de borrachero para dormir más exquisitamente, para dormir eternamente si era posible, pero me desperté con el sol y no me pude mover más. De ahí a una clínica y luego a otra, durmiendo rodeado de bebés que aullaban desesperados, de ahí a la casa de mis padres, de ahí a ese lugar extraño, unas instalaciones en la mitad de la nada, rodeadas de niebla fría, dotadas con toda la última tecnología para la abstracción de las armaduras psico-tele-hipnóticas, un equipo de enfermeras tetonas, tres biólogos expertos en cauterización y contra-anestesia, dos cocineras con cara de hombres, un gimnasio inservible, un jardín enorme con estatuas de piedra, noches profundas y otros quince enfermos, algunos mucho más invadidos por las máscaras que yo. El procedimiento fue de rutina, nada de anestesia, por su puesto. Me despertaron por la mañana y me llevaron a una carpa verde y grande, allí los técnicos con sendos aparatos en forma de culebras y raíces empezaron la extracción de las primeras capaz de material psico-hipnótico, sobra decir que estas eran las más sencillas de extraer. Después de algunos días por fin empezaban a llegar a los estratos más profundos, allí las máscaras se agarraban con millones de diminutas pezuñas de gato a la piel, era un trabajo enorme, los técnicos sudaban intentando separarlas de la piel, al fondo podía escuchar la música ancestral: “mesa, mesa, mesa que más aplauda le mando, le mando, le mando la niña” Otra semana tuvo que pasar para que lograran extraer el último despojo de la última máscara. Me dejaron en mi habitación junto a otro enfermo recién “destetado” cómo nos llamaban con cariño los técnicos después de la extracción. Lloré por once días seguidos, por fin se había acabado el carnaval, hablé con el muerto que me dejó el regalo en su mesita de noche cinco años atrás, le dije que lo perdonaba, que me perdonara. Salí al patio enorme en las instalaciones y saqué una piedrita que tenía en el bolsillo y que había cogido el día que llegué, la puse sobre un montón de piedras enormes que formaban una especie de pirámide hacia el cielo.


* Gabriel Mejía es artista plástico. Actualmente es editor en Salvaje libros en la ciudad de Bogotá, es profesor y a veces escribe.