Imaginación y máscaras encarnadas

El parasitismo es uno de los modos de vida más exitosos y comunes entre los organismos vivos. De todos los casos conocidos, suscitan un interés notable – por su complejidad adaptativa y su excepcionalidad – aquellos en los que el parásito no solo es capaz de apropiarse de los recursos del hospedador, sino que además ha desarrollado, para su propio beneficio, la habilidad de alterar la conducta (a veces también la morfología) del organismo en el que habita. Tal es el caso del Ophiocordyceps unilateralis, un parásito fúngico que ataca a cierto tipo de hormigas induciendo en ellas comportamientos anómalos para asegurar su propagación. Así, en contra de su voluntad, las hormigas infectadas salen de sus nidos, trepan a lo alto de una planta situada sobre la colonia y mueren tras haber anclado sus mandíbulas al nervio de una hoja, lo que asegura su estabilidad en este lugar estratégico. Un par de días después, los micelios del hongo comienzan a emerger del cuerpo momificado de la hormiga, formando estructuras tubulares similares a cuernos que permiten diseminar las esporas, a la vez que transforman completamente el aspecto del insecto. La divergencia entre conducta y apariencia es tanto más sorprendente si atendemos al hecho de que parásito y hospedador forman un mismo cuerpo, lo que impide dilucidar con certeza quién se hace pasar por quién – quién es máscara y quién enmascarado – en cada momento del proceso.

Además, el caso del Ophiocordyceps unilateralis es especialmente inusual ya que el parásito no necesita invadir físicamente el cerebro del hospedador para manipular su comportamiento. Por el contrario, este control se ejercería desde la periferia, a través de redes formadas por las células del parásito, que son capaces de penetrar y rodear las fibras musculares de la hormiga infectada (Fredericksen et al., 2017). Podríamos decir que el hongo abraza al hospedador desde dentro y, al hacerlo, es el propio cuerpo del insecto el que comienza a pensar y a actuar como el parásito. No en vano, a las hormigas infectadas por el Ophiocordyceps se las llama “hormigas zombie”, apelativo que subraya ese estatuto del cuerpo liminar carente de consciencia. Tal fenómeno nos recuerda, en el plano biológico, que la otredad puede estar encarnada aún cuando la apariencia externa permanece más o menos intacta; que existen modos de vida en donde el cuerpo puede ser poseído y obrar según los deseos de una voluntad ajena. En definitiva, que la máscara, como dispositivo de transformación, puede ser incorporada y mostrarse únicamente a través de conductas inesperadas.

A propósito de esto conviene recordar una anécdota sobre la famosa actriz italiana Eleonora Duse, descrita por el crítico teatral George Bernard Shaw en una reseña de 1895[1]. Duse hacía el papel de Magda en la obra “Heimat” (1893) de Hermann Sudermann. En una de las escenas se reencuentra con un antiguo amante, con el que tuvo un hijo, y al cual no ha visto desde hace veinticinco años. La situación es tensa pero la actriz parece manejarla con bastante entereza. En un momento dado, ambos se sientan a hablar y ella alza la vista para mirarle. Es entonces, nos cuenta Shaw, cuando Duse “comienza a sonrojarse”. La actriz se da cuenta enseguida, lo que hace que el rubor se extienda más intensamente por su rostro y que ella, agitada, trate de ocultar su vergüenza. Shaw admite que no pudo detectar ningún truco en la interpretación y que el rubor de Duse le pareció “un efecto perfectamente genuino de la imaginación dramática”.

Este episodio muestra hasta qué punto el actor puede vivir verdaderamente bajo el influjo de las circunstancias imaginarias que él mismo ha creado. En el siglo XIX, Konstantín Stanislavski, que revolucionó el trabajo actoral y nos legó el teatro moderno, subrayaba la importancia de la imaginación – de las “imágenes internas” – para despertar emociones en los actores y, de este modo, dotar de realidad a los personajes. La imaginación, prosigue Stanislavski, “que no tiene sustancia corpórea, puede afectar de manera refleja nuestra naturaleza física y hacerla actuar” (2014, p.60). El rubor, una reacción corporal absolutamente involuntaria, sería el resultado de haber construido una existencia imaginaria y de actuar de acuerdo a sus normas, según una lógica ficticia.

Actor y personaje, personae, máscara… forman también, desde la Antigüedad, un mismo cuerpo. Pero las máscaras modernas ya no se portan, sino que se encarnan. La manipulación parasitaria de la conducta confirmaría, en el plano biológico, lo mismo que la imaginación teatral en el ámbito de la ficción: que lo extraño, y sus imágenes, pueden hacerse carne, apropiarse de nosotros mismos y dominar hasta el más íntimo de nuestros deseos.

[1] Esta anécdota puede leerse completa en el libro del actor y profesor de interpretación Sandford Meisner (1987, p.13)


Referencias bibliográficas:
Fredericksen, M. A., Zhang, Y., Hazen, M. L., Loreto, R. G., Mangold, C. A., Chen, D. Z., & Hughes, D. P. (2017). Three-dimensional visualization and a deep-learning model reveal complex fungal parasite networks in behaviorally manipulated ants. Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 114(47).https://doi.org/10.1073/pnas.1711673114
Meisner, S. (1987). Sanford Meisner on acting. New York: Random House.
Stanislavski, K. (2014). Un actor se prepara. Sevilla: Ediciones Ulises.


Belén Zahera  (Madrid, 1985) es artista, investigadora y docente con sede en Madrid. Su trabajo explora diferentes grados de confusión y solapamiento entre procesos biológicos y construcciones simbólicas.